domingo, 18 de marzo de 2007

ENCOMIO DE LOS CUERNOS

encomio de los cuernos, by alejandro maciel
El doctor Justo Ovelia, conocido sinólogo del barrio y obsesivo estudioso de las “Técnicas de engarrafar agua mineral (*[1]) entre los beréberes” ha debido de viajar al extranjero y como vive solo tomó antes la previsión de pedir a mi familia el cuidado de la casa, depositar algún dinero para solventar gastos durante su ausencia prevista en no menos de seis meses y dejarme una escueta saluda caligrafiada agradeciéndome resolver cualquier situación “de índole judicial o policial” que pudiera presentarse en este lapso. Siempre me sorprendieron las reacciones de mi vecino pero este supuesto allanamiento de la gendarmería forense en casa de un inofensivo solterón me produjo cierta zozobra no exenta de curiosidad. Que una patrulla de la comisaría decidiera súbitamente agraviar con sospechas el domicilio de un hombre que vive estudiando el rotulado de la Dinastía Shang y las diversas manipulaciones previas al envasado de agua bajo los diferentes sucesivos califatos me parecía propio de una mentalidad obtusa, muy lejos de las previsiones de mi ilustre aunque anónimo vecino. Entre las discordes y tenuemente contradictorias directivas que nos adscribió figuraba una inspección ocular (así lo dejó escrito, como si yo o mi familia fuésemos a tantear mobiliarios y enseres en la oscuridad) de toda la casa cada diez días. En una de esas excursiones por la mansión, que es amplia, tiene dos plantas y quizás unas veinte habitaciones que ocupan alternativamente el doctor Ovelia y su gato al que llevó consigo librándonos de la fastidiosa tarea de cuidarlo, ya que se trata de un cuadrúpedo áspero y lesivo, encontré el escrito que figura bajo el turbador título de “Encomio de los cuernos”; panfleto que supongo traducido de alguna homilía procaz al uso oriental o de quién sabe qué fuente tan original como la del pecado. Pongo las manos en el fuego en nombre del sinólogo a quien conocemos desde que nos mudamos al elegante barrio “Las Gardenias” hace unos veinte años. El doctor Justo, justo es decirlo, se aplica con insistencia casi malsana a los dictámenes de su ética protestante y jamás condescendería a redactar algo nocivo o con intenciones aviesas o traviesas. Aunque milito en el cursillismo católico, me considero una especie de revisionista dogmático y la copia y divulgación de este curioso documento no zahiere mi alma inmunizada por el salterio y el Libro de Job. Queden en paz los doctores de la Iglesia; todas las vírgenes que soportaron con ahínco el asalto de sus pudores por parte de (casi siempre) lúbricos italianos en tiempos del Imperio; descansen en paz castos y legales concúbitos que jamás mancillaron los ajuares domésticos con intromisiones de terceros o terceras. Quede en tranquilidad todo el mundo de los probos contra esta prueba activa de la canallería sensual elevada a misión redentora por quién sabe qué oscuro oriental pervertido de ojos y moral oblicuos. No me mueve más que la curiosidad y el sentido de la solidaridad al propagar esta advertencia. Vaya la prédica para amonestación de los justos ya que el inicuo, con pasión contumaz, jamás se dejará persuadir acerca de las ventajas de la vida conyugal libre del león del adulterio. Ignoro con qué intenciones el doctor Justo Ovelia recopiló esta pancarta malsana ya que nadie más libre que él, soltero consuetudinario, de las acechanzas de la infidelidad conyugal. Tal vez fue estafado en su buena fe y lo compró, como suele hacerlo, en un bazar magrebí a un buhonero que lo anunciaba como reliquia autógrafa del Emir de Tesalónica. Quizás abonaba la intención de hacérmela llegar o propalar entre los vecinos pacíficos el libelo adulterino para advertir el peligro. Adulterado en sus formas, ya que no me pude resistir a retocar el estilo decorativamente gentil que usaba el autor, lo doy a la prédica de todos, que es la forma más sencilla de decir nadie. “”Supo el sabio Ab-ahl-ami que entre los axiomas del difundo Euclides Geómetra figuraba uno que enunciaba que “dos líneas paralelas jamás se cruzarán aunque se las prolongue hasta el infinito” y, contra tal precepto que confirma la razón hasta del hombre más torpe, por ser evidente en sí mismo sin requisitos de demostración, se alza la voz de un Imán, un pastor, un Papa o un Pope quienes, amparados en rutinarias escrituras anónimas, quieren cruzar dos destinos y no conforme con hacer de ellos una cruz, reclaman atarlos de por vida hasta el infinito. Lo que no puede la Geometría –ciencia de las mediciones demostrables- lo quiere la Teología, ciencia de las afirmaciones indemostrables. El lazo matrimonial asfixia por igual al hombre y a la mujer. Basta repasar con neutral criterio la historia entera para saber que los amores más apasionados nacieron y ardieron lejos del lecho conyugal. La alcoba marital es el patíbulo de cualquier pasión, por ardiente que fuere. El sexo se sustenta en las sombras, respira en la clandestinidad, se abona con el fermento del anonimato o la ocultación. La posesión anatómica del cuerpo ajeno se basa en el vil traslado del derecho a la propiedad privada extendido indebidamente al dominio físico de otra persona y si reaccionamos enfáticamente contra la esclavitud, ¿por qué nos resignamos a seguir pasivamente con la mala costumbre de atar la gente de por vida en yuntas como si fuesen bestias de tiro? ¿No constituye otra flagrante forma de mita, encomienda o yanaconazgo cívico-sexual esta donación de nuestra libertad individual más íntima; esta capitulación de nuestra patria-potestad erótica? Yace hace milenios la sensualidad humana sepultada bajo la lápida del consorcio marital. Miles de hombres y mujeres se agostan inútilmente siguiendo la receta ajada de la fidelidad al vínculo dual amparándose en la cuestión material de la propiedad privada. El razonamiento que sustenta esta hiperbólica costumbre social degenerada en jurisprudencia podría resumirse de este modo: Toda persona es mortal, soy persona: luego, moriré y mis bienes quedarán bajo la custodia de mis hijos. Si soy fiel tendré la seguridad de que mis hijos son míos y así, el arduo esfuerzo de mi trabajo no beneficiará a un extraño. Analizando bajo sospecha este razonamiento comprobaremos que sólo tiene vigencia para la mujer y descansa en un cálculo materialista y mezquino. Ya está dividiendo la sociedad entre “mis hijos legítimos” y “los otros”. Como es costumbre ancestral, deposita los deberes en la mujer y los derechos en el hombre. La fidelidad del esposo no es fundamental para asegurar la paternidad y esto culmina en la doble vida que todos sabemos llevar y callar entre caballeros. Pero aún si la mujer decidiera quebrantar esta norma anormal y devinieran frutos foráneos en la casa familiar, ¿no estaríamos cumpliendo el ideal que el finado Platón programó en su “República”? Los hijos serían un bien público al que todos deberíamos prestar asistencia obligatoria ya que el niño rollizo de la vecina que alguna vez visitó mi lecho bien podría ser mi progenie, como así también la cándida escolar que cada mañana me saluda creyéndome un simpático conocido cuando soy nada más y nada menos que su padre biológico aunque ambos lo ignoremos.[2] De esta manera desaparecerían los niños de la calle por los que tantas ONGs, fundaciones y fundiciones laboran en confortables oficinas acondicionadas imprimiendo folletos con instrucciones sociales, elaborando estadísticas, arduas investigaciones acerca de causas y consecuencias sin dar con la salida al laberinto de perdición que es la calle en la que cada vez más y más niños y niñas adquieren destrezas poco recomendables. Decir fidelidad es contradecir celos, ese castigo antediluviano de la raza que amargó más de una vida decente con la sombra de la sospecha elevada a hipóstasis de la existencia. En la mente de quien padece celos la coyunda sexual pasa (para exponerlo en términos aristotélicos) de la potencia al acto en cuestión de segundos y todos sabemos entre caballeros lo arduo que resulta a veces pasar al acto por falta de potencia cosa que nuestras esposas/dueñas/amas ignoran en su imaginación facinerosa. Esposa que no sospecha de su mejor amiga, tiene ojos torvos para con nuestras colegas de trabajo, las vecinas, las ex camaradas de colegiatura, ni qué decir de las secretarias o auxiliares de cualquier índole. Nada escapa al ojo suspicaz de quien duda metódica y cartesianamente de la fidelidad. ¿No será una incubación de su propia mente deseando caballeros ajenos lo que hace suspicaz a las consortes sin suertes? ¿No será que recela en el otro lo que desea para sí? Y esto nos lleva a sugerir que la infidelidad, respetables lectores, anida por igual en hombres y mujeres aunque unos la lleven sistemáticamente a la práctica y las otras se queden casi siempre en el camino envenenado de la teoría. Lo que daña el alma es la intención y ambos por igual son reos de duplicidad que estafa el juramento nupcial inmortal, que se vuelve inmoral. Pero, ¿es naturalmente indispensable la monogamia de por vida? Fuera de los considerandos hipotecarios y sucesorios, ¿fortalece los vínculos sociales o antes bien, es un factor permanente de sospechas, disputas, rencillas y hasta refriegas domésticas que no pocas veces culminan en tragedias que estampan las portadas de los diarios sensacionalistas? ¿Por qué empecinarnos en cargar sobre los hombros de hombres y mujeres este pesado yugo que ni siquiera Moisés pudo soportar en las tablas de piedra que, como cuenta la historia si algún judío no la retorció, terminó arrojándolas al becerro, símbolo de la fertilidad natural de la raza? La felicidad queridísimos lectores es en sí, efímera. ¿Por qué habría de ser eterno el amor que no es más que un estado de felicidad vivido a dúo? Pasa, ínclitos lectores. Cede su sitio a la rutina, a la misma mesa, a la misma cama, a las mismas posiciones anatómicas, al desgaste y la usura de los años. Y ya que dijimos años, la edad es la piedra de Sísifo a la que natura nos condenó inocentemente: nada le hemos hecho al nacer para sufrir la maldición del desgaste, las artrosis, la próstata, la menopausia, los taponamientos arteriales, la diabetes o la gota. Si algo alivia al hombre y la mujer en la edad madura es el bálsamo de la juventud, aunque fuese prestada. ¿Quién, aunque hubiese propasado la barrera de la cuarentena no se inflama de ardores juveniles junto a una cándida joven de veinte años? Y Viceversa. Hemos sido testigos de verdaderas resurrecciones hormonales en señoras cincuentonas que adoptaron un entenado de veinte. ¿Qué futuro le espera a esta digna señora al lado del hombre averiado de sesenta años al que las leyes humanas y divinas ataron de por vida? Este mismo señor deteriorado ya hallará recursos de reparación junto a una joven mujer de treinta con olor a espliego y salud””. Hasta aquí la traducción del sinólogo, siempre metido entre los vericuetos de su conciencia que alberga, como lo acabamos de constatar, ideas casi subversivas y altamente peligrosas para la paz social basada en la sagrada familia. Copié la traducción traicionando alguna que otra frase para seguir los dictámenes del autor tan contrario a la fidelidad. En cuanto al misterio del doctor Ovelia sigue pareciéndome sospechosa la aplicación insana que invirtió en trasladar al español esta receta impía que, de acatarse derrumbaría los muros de Jericó que defienden el orden, los pilares de la sociedad, la democracia, la participación ciudadana en la responsabilidad pública, la estabilidad de los títulos bursátiles, las sociedades de fomento barriales, las cooperadoras escolares y quién sabe cuántas cosas más que podrían averiarse si malgastáramos el bien ganancial que es la base del capitalismo. No sé qué otra excusa agregar para silenciar mi conciencia y, en consecuencia, la del sinólogo. Ya saben qué esperar de ahora en más de un hombre que vive con un gato. ____________________________________________ [1] (*) ¿Existe agua animal? Valga el pleonasmo del escrito pero no mis dudas. [2] N de A: Curiosamente, los culebrones venezolanos vienen insistiendo hace décadas con este mismo asunto y como los tomamos por banalidades, nunca sospechamos los lazos verificables (ADN mediante) de las filiaciones anónimas.

jueves, 15 de marzo de 2007

LAS FICCIONES DE LA SAGRADA BIBLIA

LA ESTRELLA DE ORMUZ Y AHRIMÁN DURANTE LA EPIFANÍA:
LOS DIOSES SALUDAN A DIOS.
Mateo, 2:1 Ezequiel, 10:9-18

Consta en el evangelio del recaudador impositivo Mateo que, “como fue nacido Jesús en Belén de Judea en días del rey Herodes, he aquí unos magos vinieron del oriente a Jerusalem diciendo: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido?, porque vimos su estrella en Oriente y venimos a adorarle”. La imaginería cristiana siempre tuvo un alto vuelo poético por un lado (los sermones del Cristo, la simplicidad de su mensaje que ahonda hasta límites peligrosos la naturaleza humana, las secuencias finales de la Pasión) y ráfagas de truculencias por el otro. No podemos dejar de recordar aquí la fútil multiplicación de efectos especiales en el montaje del Apocalipsis como si hubiese sido diseñado en un set de Hollywood bajo la dirección de esos creadores norteamericanos que atienden más a los gastos de producción que a la estética dudosa de monstruos, multitudes y alimañas que expulsan sangre, pus, flemas y gelatina sin sabor al menor contacto. No sé quién enseñó a quién pero la Biblia no reniega de la estética kitsh de algunas películas de terror en ciertos pasajes colmados con lo que los amanuenses consideraban la tautología del mal: bestias, rameras, dragones flamígeros multicéfalos, jinetes policromados, gigantomaquias celestiales y voces que explican desde su invisibilidad (verdaderas voces en “off”), la panorámica en cinemascope que se despliega frente al profeta o cronista y que él se apresura a escribir para describírnosla. Esta transfusión de pesadillas tiene la misión de suministrar el “terror sagrado” que es sinónimo de la cólera divina. Mucho le debe el cristianismo al judaísmo y éste a la iranología y a cuanta secta o religión rodó por la Tierra Prometida y sus aledaños en esos viejos tiempos en los que la propiedad intelectual no estaba legalmente reconocida. Bástenos saber que cuando los hagiógrafos y profetas bíblicos pusieron manos a la obra ya tenían lenguaje, escritura y mitos dando vueltas por toda la comarca; había que organizarlos en un sistema que explicara el pasado a través del futuro y dejara afuera el presente, ya que es tan efímero. Quiero escribir sobre los sueños y los espejos pero como no tiene una relación directa con esta redacción tendremos que tomar por atajos y trampantojos barrocos si la galante lectora y el atento lector quisieran seguirme disimulando, advertidos ya de la trápala. Esto no es un programa de examen final, de manera que podemos cambiar de tema sin ofender la metódica economía de un bibliorato. La lectura es antes que nada compañía, según mi criterio algo gregarista, yo los acompaño, ustedes me acompañan: estamos en buena y recomendable compañía. Disfrutemos juntos y el resto se nos dará “por añadidura”. Los sueños no están hechos de nada; su materia sutil se teje con la misma sustancia de la que estamos tejidos según dice el Próspero de “La Tempestad” de Shakespeare: estamos hechos de nada nosotros que nos creemos todo. Para Lewis Dogson Carroll como para el obispo Berkeley somos un sueño de Dios (o del Rey que lo representa en “Alicia”) y cuando Él despierte, presentimos que todo se esfumará en la nada que es lo mismo que nos dice Plotino con otras palabras: nuestro destino es reconstituirnos en el seno de lo Uno del que fuimos expulsados por un accidente. Esa “emanación” ha sido un sueño del Uno que creyó que formaba un mundo, árboles, galerías, volcanes, ríos y seres de barro destinados a soñar con la perpetuidad; pero no nos engañemos, sugiere Plotino, solamente soñaba. La alegoría del Paraíso Terrenal puede ser otro disfraz de la misma hipótesis: hemos sido expulsados de la perfección y nuestra vocación es vagar cuarenta años por el desierto hasta expiar la avería que produjo la separación de la Unidad. Restémosle la utilería de la manzana, la víbora parlante y el ángel con su espada de fuego y veremos que en el fondo, dice lo mismo. En el mármol del Oriente el meditativo Tchoang-tseu no puede decidir si es un filósofo que sueña ser una mariposa o una mariposa que sueña ser un filósofo. El margen entre sueño y vigilia es bastante tenue pero se hace más inquietante en aquellos estados de la mente como el sonambulismo en el que un durmiente obra como alguien en estado de vigilia, o las psicosis en las que la mente vigilante contrabandea con la mercadería de los sueños. ¿Y qué elementos sirven para transformar el caos en vigilia? Los cuatro principios básicos del pensamiento racional: identidad, contradicción, tercero excluido y razón suficiente. Si se los respeta, estamos en la tierra de la vigilia; porque en las mesetas del sueño se olvida sistemáticamente su utilidad y un aparente caos informa los acontecimientos que se presentan como imágenes predominantemente visuales. Pocas veces recordamos haber escuchado una frase en sueños, los matices de una voz o una música. Con toda razón Foucault sospechaba que soñamos divagaciones a las que otorgamos un sentido muy primitivo al despertar. Tal vez la clave esté en esa calle intermedia del que estando dormido imagina como quien siembra y que al despertar recopilamos como quien cosecha. No hay una frontera con aduanas, gendarmería y gabelas entre el sueño y la vigilia; el uno continúa al otro gradualmente, quien imagina durante la vigilia está soñando y quien corre en un sueño, se agota, suda y debe tomarse un vaso de agua. O muchas veces, el durmiente sediento sueña que va a buscar agua o un fernet como en mi caso, con mucho hielo y agua. Es impropio que un estudiante de medicina sueñe que es maquinista de un tren; casi seguramente el maquinista del tren soñará con las vías, las señales y sucesivas estaciones que van pasando por su vida. Que soñara que está ensimismado en una autopsia sería lo extraordinario y seguramente se despertaría porque los cadáveres a pesar de su inocencia garantizada, causan terror. Causa miedo ver la única profecía que sabemos verdadera; ser pasto de la muerte que no perdona reyes ni vasallos. ¿Qué es una copia? La versión intelectual de un espejo; un calco algo adulterino casi siempre tramado de mala fe. ¿Qué es un sueño? Un espejo de la realidad retratado en un momento de indefensión. Ni usted ni yo podemos manejar nuestros sueños a voluntad; al revés, ésas imágenes impostoras se nos imputan aunque nos disgusten o nos aterroricen. He pasado una semana en la escuela de Plotino y no me gustaría retener las lecciones del maestro alejandrino exclusivamente para mí, sino extenderlas al púlpito ya que las ideas deben ser debatidas para enriquecerse y enriquecernos; a sus consideraciones, ya que siguen tan amablemente estos apuntes. Plotino nació en Egipto en el año 205 d. C. y era hijo de padres romanos, prefecto de Licópolis, se educó en la escuela de Amonio Sacas pero no se privó de viajar a Oriente para estudiar las doctrinas persas e hindúes. Fue maestro de Porfirio a quien recordamos por el célebre árbol que sembró de una vez por todas para el pensamiento racional y tuvo como frutos las diversas clasificaciones y taxonomías. El espíritu cosmopolita de la Alejandría donde estudió se refleja en el pensamiento plotiniano que adoptó las ideas de Platón pero no dejó huérfano el legado de Aristóteles y los pitagóricos que aseguraban que el alma inmortal migra en el tiempo. Los cincuenta y cuatro tratados que escribió fueron reunidos en las célebres seis Enéadas por Porfirio quien nos cuenta en la biografía que le anexó que Plotino estaba avergonzado de tener cuerpo. Juro que siempre me persiguió la misma idea, desde adolescente creí que mi cuerpo no era más que un perro que seguía a mi alma, tal vez bajo influencia del pensamiento papista que profesaba con fe ciega por entonces. ¿Qué fe no es ciega? Hace falta anular la visión crítica para creer honestamente que alguien nos puede salvar. Porque en mi cándida juventud ignoraba que somos un cuerpo con accesorios y eso que llamamos “espíritu” no es más que la mente a la que queremos otorgar inmortalidad para creernos perpetuos. Plotino, dice Porfirio, lo repito, detestaba los retratos ya que consideraba suficiente fraude el cuerpo, que no es más que una imagen física tramada por el alma para complacer a la naturaleza que nos encerró en la trampa de la materia. Un retrato, pensaba, es la copia de una copia, una doble impostura que el filósofo no estaba dispuesto a complacer. Por la misma razón odiaba los espejos que multiplican inútilmente las mentirosas formas del fantasma material que llamamos cuerpo. Tampoco se bañaba ya que eso sería concederle crédito a la anatomía, ni tomaba medicamentos porque si el estómago era ficticio sus dolencias también lo eran. Antes de morir parece que dijo, fiel a su doctrina “me preparo a unir lo divino que hay en mí con lo divino del universo”; algo de panteísmo parcelado y malogrado se percibe detrás de estas convicciones. Las doctrinas gnósticas de Marción de Sínope y el devocionario esenio podrían haber educado el pensamiento de Plotino; es de esperar que deplorara los cumpleaños, aniversarios y efemérides con los que celebramos el envejecimiento de la gente, la aparición de la artritis, la presbicia y los disgustos hormonales. ¿Por qué considerar esencialmente fasto el día de nuestro nacimiento? Debo ser plotiniano sin saberlo porque también yo, como Job, siempre maldije mi nacimiento o al menos me abstuve de regocijarme con mis anuarios. No temo, creo, a la muerte sino a los detrimentos que la preceden. Mamó hasta los ocho años de las ubres de una nodriza que debía acompañarlo a la escuela llevando la vianda puesta, cuenta Porfirio, lo repito no para calumniar a Plotino sino con una intención que los adeptos al psicoanálisis sabrán agradecer. Diez años enseñó en su escuela sin escribir nada pero al onceavo se dedicó con ahínco a la redacción viendo que los apuntes de sus discípulos distorsionaban su doctrina pero no difundió sus escritos en vida. Algún pudor del que sería saludable sentirme víctima algún día le hizo retener la edición hasta completar 22 libros de juventud, 24 libros de la madurez y 9 libros de la vejez lo que delata que la prudencia madura tarde entre los escritores. Entre sus discípulos los había senadores, como Roganciano, Oroncio y Sabinilo; tres mujeres filósofas, dos médicos y hasta un usurero llamado Serapio. Un comentario registra su biógrafo Porfirio que me parece importante destacar: “Plotino podía vivir consigo mismo y con los demás al mismo tiempo” pues aunque hablara ante un auditorio, nunca interrumpía la concentración interior del diálogo consigo mismo y tan seguro de sí que para perplejidad de Porfirio le aseguró que “yo no busco a los dioses, a ellos les corresponde buscarme a mí”. Estudió astronomía para refutar a los astrólogos viendo que lo que predecían resultaba tan fallido como el azar. Escribía contemplando a Dios a quien llamaba “Lo Uno” y de Quien decía que no es idea, ni tiene forma alguna y que existe sobre la inteligencia y sobre el mundo visible.

________________________________________________________alejandro maciel

“LA RELIGIÓN DE LOS MAGOS”

Antes de reconocer los préstamos que el monoteísmo debe a otras religiones conviene saber que el profesor R. C. Zaehner escribió un valioso libro “The teaching of the Magi” Edit. Sheldon Press, London, 1956. La versión en español (no leo fluidamente inglés, recuerde el lector que está tratando con un autor averiado intelectualmente por un tumor que aunque benigno, no ha dejado de producirle taras a lo largo y ancho de su vida, entre ellas la imposibilidad de ser políglota) “La doctrina de los Magos”, Edit. Lidium, Barcelona, 1983. Este libro Los ángeles son factura caldea ya reconocida siglos antes de la aparición del monoteísmo en cualquiera de sus formas. No hace falta decir que el diluvio universal había pasado por todos los pueblos y el relato de la familia que se salva en una barca se podía leer tanto en Ugarit de Fenicia como en Tracia y Capadoccia. El dios que nace de una virgen era un argumento generalizado en la antigüedad; casi todos los dioses precristianos habían nacido de una mujer intacta porque así lo requería la divinidad que es pura y no admite la mancilla de la raza humana. Los lascivos dioses griegos no perseguían sino vírgenes para desflorarlas en medio de la flora silvestre: abramos una página de Hesíodo u Homero y no leeremos otra cosa que las tropelías de Apolo detrás de Dafne o el Padre de los dioses, el mismo Zeus disfrazándose de todas las apariencias que le facilitaban la fauna y la meteorología para estuprar niñas que no conocían varón alguno. Ya sabemos que las escrituras antiguas son lo que usted quiera estimada lectora, ensimismado lector, menos originales. La rapiña intelectual se fomentaba con entusiasmo dionisíaco entre compiladores, autores, profetas y visionarios. ¿Qué nos enseña el profesor Zaehner? En el capítulo 10 (“La resurrección del cuerpo y la vida perdurable”) ¿Le suena estimado lector, prevenida lectora? Nos cuenta las peripecias del Apocalipsis mazdeo. El predeterminismo no parece contar para la especie humana en este credo; pero está casi le diría que meticulosamente planificado para dioses y semidioses que alternan en la arena de la lucha cosmológica cuyo final ya está diseñado de antemano en las barajas mazdeas. Esta cosmogonía es lo que yo llamo una lectura edificante porque en ella no son los hombres y mujeres sino los dioses quienes deben cumplir su destino. El dañino Ahrimán sabe que será inexorablemente vencido y como en las películas de bajo presupuesto con las cuales Hollywood atiborraba las siestas sudamericanas, los convictos, los perversos y los maliciosos saben lo que les espera; pero como la acción (el espectáculo debe continuar) requiere criaturas obstinadas, la contumacia es la virtud de esta gente que lucha para perder. Todos conocemos el final, empezando por los espectadores: la justicia que siempre triunfa en el cine y rara vez fuera de él, el amor que dura eternamente en el cine y rara vez sobrevive diez tranquilos años fuera de él, la enmienda del despotismo que ya ni en el cine se ve. En esta lucha de inmortales que ha narrado la profecía mazdea no habrá sorpresas porque todos, piadosos y maléficos conocen la trama que la complicación de un mundo ingobernable ha tejido desde el principio de los tiempos. Si quisieran refugiarse en el olvido, bastaría con repasar el manual de protohistoria para disolver la amnesia ya que todo está escrito de antemano en los textos Avesta. Basta leerlos para conocer la historia del futuro. El principio de la apocatástasis es el único soberano de estos acontecimientos: todo volverá a su punto de partida, tal vez para repartir de nuevo los naipes e iniciar una nueva jugada en la que los caballos y los reyes ocupen jerárquicamente los puestos que les correspondan y no, tal como están las cosas, en un mundo gobernado por caballos y secundados por sotas o palafreneros.
____________________________________________________by alejandro maciel

LOS PROFETAS DE LA BIBLIA
Profetizar era otra forma de poetizar; o, dicho al revés, la buena poesía siempre es profecía. Ser profeta en la antigüedad judía era un oficio algo escandaloso nacido de los recovecos del rito. Los primeros profetas eran también sacerdotes de Israel pero después poco a poco la figura del profeta se apartó del Tabernáculo para vagar por ciudades y desiertos vigilando la Ley. Esta verdadera gendarmería religiosa era la conciencia pública del rebaño elegido y aunque estamos acostumbrados a asociar “profeta” con “profecías” la principal función del profeta judío era ser la conciencia viva del pueblo y hasta su remordimiento como sucedió con el Bautista frente a Herodías. Volvamos los pasos al pasado; Herodías era hija de Aristóbulo, hijo de Herodes el Grande y por tanto, de casa de los Macabeos. Se había casado con su tío, Filipo con quien tuvo una hija llamada Salomé pero la artritis, los mareos, la próstata adenomatosa terminaron cansando a la esposa y abandonó al marido para convivir, como diría el antiguo código penal “en ilegítimo concúbito” con otro tío: Herodes Antipas, tetrarca de Galilea según ya vimos en la historia de los Herodes. El historiador Flavio Josefo, en “Antigüedades Judías” XVIII, v, 1, 4 comenta los pormenores de la ejecución de Juan el Bautista ordenada por Herodes Antipas ante el humo de insurrecciones que levantaba el Profeta con sus inflamadas arengas. Los evangelios nos dan una versión un poco más compleja y vinculada al adulterio de Herodías (Mateo 14:1, Marcos 6:14, Lucas 9:7) propuesta en estos términos: Juan el Bautista sabe que la reina ha cometido dos incorrecciones que él considera verdaderas infracciones a la moral: es adúltera y está amancebada con su tío. Piensa que los personajes públicos están para dar el ejemplo y no para escandalizar al pueblo, al que los profetas trataban de preservar de las influencias nefandas. Acusa y acosa noche y día en su prédica a la pareja real insinuando de paso que si el rey está en falta, el pueblo es libre de obedecer su conciencia desobedeciendo al gobierno. Desde que el mundo es mundo, los dirigentes únicamente buscan conservar y acrecer su poder; cualquier minusvalía en este sentido les parece sediciosa y tratarán de sofocarla cueste lo que cueste. Herodías siente la humillación pública de ser detestada y vilipendiada por el solo hecho de haber cambiado de cama sin pedir permiso. Juan el Bautista no tiene los ojos en la tierra de pecados sino en el cielo esenio donde todas las almas son puras y el cuerpo es no es más que una imagen que negocia el alma para entenderse con el mundo de la materia. ¿Qué le pueden interesar las razones de Herodías, del hartazgo del desvencijado cuerpo de un tío para pasar al otro? Observemos con detenimiento cómo se instala un conflicto en el mundo exterior y en la conciencia humana. Como todos y todas recordarán, Herodes Antipas frente a la amenaza de insurrección decide encarcelar al Bautista para apagar su campaña proselitista. No lo hace matar a pesar de las insistencias de su concubina y sobrina porque en el fondo siente respeto por esa figura adusta que vive en el desierto purificándose con ayunos y mortificaciones y que profesa una idea del bien basada en el respeto a la ley, lo que no es nocivo para un gobierno. También recordarán, repito, una fiesta en el palacio real en la que no faltan visitas extranjeras y vino generoso. Ustedes ignoran seguramente los pesares del poder. No hay penitencia más dura para alguien que llevar las riendas de un pueblo díscolo y después de una dura jornada de edictos y despachos reales, nada mejor que un buen Malbec para alegrar el espíritu por medio del cuerpo y entonces Herodes Antipas propone un brindis y pide a su hijastra Salomé que dance para los presentes; hácelo la muchacha a cambio de un deseo “lo que pidas, se te dará, doy mi palabra de honor” promete el tío-padrastro frente a los invitados, aunque de su honor no quede mucha tela por cortar. Como todos sabemos, Salomé baila y al terminar va directamente junto a su madre a pedir asesoría. ¿Qué exige Herodías como recompensa por la danza? Pide la cabeza del Bautista en una bandeja; y Salomé públicamente proclama el precio de su ovación. “Ella instruida por su madre, dijo: “Quiero aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista”. Entonces el rey entristeció, pero a causa del juramento y de los que estaban con él a la mesa, mandó que se la dieran”, dice el evangelio de Mateo. ¿Quién es responsable de la decapitación del Bautista? ¿Herodías, que deseaba ver muerto al profeta? ¿Salomé, que pide ese precio? ¿Herodes, que da la orden aún contra su declarada voluntad? ¿El verdugo que lo ejecuta? ¿Dios que manda a Juan a predicar mensajes peligrosos? ¿El mismo Juan que, conociendo las leyes del poder las desafía? Usted me dirá de inmediato: “Pero Juan decía la verdad”, y aquí, querida señora, cauto señor entramos en el ámbito ambiguo de la función social de la verdad. Aceptemos que el adulterio es verdad, ¿hacia falta predicarlo a los cuatro vientos? ¿Perjudicaban notablemente la salud pública de Judea las relaciones sexuales entre Herodes y Herodías? ¿Era ocasión de guerras y exterminios masivos? ¿Producía cataclismos y calamidades, calentamiento global, deshielo de glaciares? ¿Acarreaba epidemias? Siempre resulta sospechoso el puritanismo de los fanáticos; si analizamos bien, eventualmente es una cuestión de conciencia entre Dios, Herodías y Antipas la carga de prueba de esa verdad. También es verdad que padezco hemorroides pero poca gracia me haría que mi proctólogo lo publicara en el periódico alegando que “no miente”. Finalmente Juan es decapitado según testimonia el pasado. Lo que nunca podremos afirmar sin asomo de duda en este presente continuo que se llama futuro es el nombre del asesino o la asesina, si no ha sido un suicidio. Los profetas de Israel nacieron del sacerdocio pero después se apartaron como personajes públicos cuya misión era vigilar el cumplimiento de la ley y denunciar su perjuicio. Como policías de la Torá, los “nabís” se reconocían por el celo de la norma jurídica antes que los auspicios, las adivinaciones y la magia sobrenatural de anticipar el futuro. Como todos, tenían sueños pacíficos y sólo ocasionalmente las pavorosas pesadillas que al ser escrita sobrevivieron en la imaginación del pueblo. El historiador James Parkes en su “Historia del Pueblo Judío” (Editorial Paidós, Buenos Aires, 1982) lo dice con más propiedad: “Los grandes profetas de antes del exilio culminaron con Isaías y Jeremías. Ambos eran grandes estadistas, conocedores de las condiciones sociales y políticas de la época. Porque la idea de que la tarea principal de un profeta era vaticinar el futuro , surgió mucho más tarde. Su misión primordial consistía en decir las cosas públicamente, no en profetizar el mañana. Las injusticias que sufrían las clases más oprimidas tanto en la ciudad como en el campo constituyen el tema permanente de las acusaciones de los profetas. No cabe duda de que los reinos de Judá e Israel no eran mejores que sus vecinos. Son interesantes, no por la superioridad de sus virtudes sino porque contaban entre sus moradores a hombres que sabían que esas cosas eran malas y tenían el valor de proclamar que podían y debían extirparse”. Ezequiel profetizó en el exilio babilónico aunque Van der Born y Kuhl admitan que empezó su oficio en Palestina pero eso se debe al temperamento teutón, pugnaz con toda forma de ideas aceptadas. Fue también, como Jeremías, ministro del culto tarea de la que se irán separando los sucesivos profetas Daniel, Isaías y los doce menores. Durante su servicio proclamó el principio de la responsabilidad individual: la culpa “in re” (en la cosa) es decir en el sujeto, frente a conceptos anteriores que adjudicaban culpas generacionales como la de Adán, Eva y mi parte en el pleito. Nunca acepté estas generalizaciones jurídicas, yo no robé ninguna manzana ni estuve en el Paraíso, nada tengo que ver con las infracciones de Adán y Eva. Si Yahveh desea probar mi obediencia que me envíe la víbora, el árbol el ángel y el decreto. Si no cambia las condiciones, siempre optaré por el árbol que me dé conocimiento; poca gracia me hace ser feliz en la ignorancia y todos ya sabemos que los idiotas son felices naturalmente. La visión de Jeremías 10: 9-15 me produjo la primera crisis de pánico que recuerde en mi ajetreada vida. Piénsela usted simbólica o (mucho peor) literalmente, la visión no admite el menor recurso de piedad a la imaginación. Fue mi primer trauma intelectual gratuito e inesperado. Durante una clase de doctrina cristiana que nos administraban como requisito previo a la primera comunión en el colegio religioso en el que mis padres me habían confinado, la catequista habrá querido deslumbrarnos enseñándonos la “gloria de Dios” con ayuda de una lámina donde un inspirado por algún furor perverso trazó a vivos colores la criatura construida de ojos abiertos, alas entrecruzadas, garras, ruedas y las cuatro cabezas (león, toro, águila y hombre) que contagiaban de terror la almáciga fértil de mi imaginación solitaria. Desde pequeño tuve lo que mi tía Victorina llamaba las tres “T”: temeroso, tímido y tonto. No sé si el tiempo aminoró los tres defectos pero recuerdo perfectamente las consecuencias de la homilía catecumenal ilustrada; la imagen de la visión de la visión de Ezequiel me perturbó a tal punto que me vi obligado a variar mi oración nocturna. Ya no rogaba piadosamente por el bienestar de mi familia; hice un canje, dejé a mis parientes librados al azar a cambio de que a mi muerte no se me enviase al cielo porque mi terror a esa pesadilla superaba holgadamente las promesas de bienaventuranza que por otra parte nunca había experimentado. Llegó a tal extremo esa idea persecutoria (indudablemente de índole fóbica según deduzco hoy) que conjeturaba que de no ser asignado al cielo se me enviaría al infierno, pero me consolaba saber que esa topografía ya me era vagamente conocida porque las monjas la usaban como amenaza cada vez que debían reprimir delitos menores. Sabía que había llamas y el fuego no me disgustaba, sabía que era eterno y eso significaba que no me moriría, sabía que los demonios tenían, alas de murciélago y colas con arpones pero su anatomía me era indiferente. Sin embargo el mapa del cielo y el “Trono de Dios” no hacían tanta falta como estímulos morales y ahorraban esas descripciones del catálogo del más allá. Lo poco que pude descubrir aquella tarde inocente a través de la figura de la visión ezequeliana me producía escalofríos; no me era posible esperar nada bueno a juzgar por esa muestra. Mi concepto del cielo que ya era algo castrense se volvió terrorífico; esperaba una Ciudad de Dios poblada de monstruos llenos de ojos, cadáveres, ataúdes y helicópteros que eran las cosas que más me atemorizaban. Había visto accidentalmente un helicóptero (venido del cielo nuevamente) y mi familia no acertaba a explicar qué era aquella cruz que volaba haciendo tormenta con el cuerpo negro” que yo describía. En el campo donde pasé mi primera infancia no había cine, TV, ni revistas. Cuando me internaron en el colegio religioso donde cursé los primeros grados en la ciudad de Bella Vista ya me llevé el trauma del helicóptero que había visto en el campo.